miércoles, 2 de enero de 2019

Frente al número 17 de la calle A




             Cuando acabo de cenar son casi las doce de la noche y, entre semana, a estas horas, las calles de la ciudad permanecen prácticamente desiertas. Camino con paso firme hacia la parada de taxis. Hay cinco con el piloto verde encendido y sus conductores, sentados frente al volante, escuchan la radio, pero no me detengo ante el primero de la fila, sino que paso de largo, fijándome sólo en las matrículas.
      La información que me han pasado es buena: El coche que me interesa ocupa el segundo lugar en la hilera. No tendré que esperar demasiado tiempo pero, como no puedo quedarme aquí de pie, mirándolos desde la esquina mientras aparece el cliente dispuesto a ocupar el de la cabeza, cruzo la calle y me meto en la cafetería del Teatro Principal, que permanecerá abierta hasta que acabe la función de la noche. Pido una ginebra tocada con lima y pago la copa antes de tomarla entre mis dedos y aposentarme junto a una cristalera desde la que se divisa la parada. Así puedo salir sin demora tan pronto como alguien se acerca al primero de los coches que esperan.
       No he tenido que aguardar mucho. Dos jovencitas que andaban abrazadas y se paraban a cada paso para besarse han subido al vehículo. Su luz verde se apaga, pero aún no ha iniciado la marcha, cuando yo ya me cuelo en el segundo.
-¿Ha visto las tortolitas? –me pregunta ma­licioso el chófer.
-No es mi problema –le respondo secamente, lo más cortante que puedo, para dejar claro que no tengo intención de hablar.
-Disculpe… –se excusa con un tono menos risueño–. ¿A dónde vamos?
-Al Polígono de Vara de Quart. A la calle A, número 17.
-¿A estas horas?
                Ya ha puesto el coche en marcha y empezado a circular. Considero que no tengo por qué darle explicaciones y no le contesto. La voz de la locutora de su emisora de radio interrumpe constantemente la música de fondo, buscando los vehículos más cercanos a los puntos desde los que alguien requiere un taxi. Él toma su micrófono y da detalles:
-Voy para Vara de Quart. A la calle A, número 17.
            
    Es una información que no viene a cuento, innecesaria; imagino que está alertando de que inicia una carrera que, a estas horas de la noche y a un lugar tan despoblado, podría ser peligrosa. La locutora contesta sin variar el tono de su voz. Todo parece controlado. Mi mirada se cruza con la del hombre en el cristal del retrovisor, no aprecio ninguna inquietud, incluso en sus ojos me parece vislumbrar la misma sonrisa irónica de la primera vez.
                Han transcurrido ya más de cuarenta años desde entonces, desde la primera vez que nos vimos… o que nos miramos a los ojos. Éramos poco más que unos niños y ahora, que ya estoy jubilado, él estará a punto de hacerlo. Pero sus ojos son los mismos y, pese a que ha perdido la esbeltez de la juventud y lleva el pelo completamente blanco, me ha sido fácil reconocerlo; entre otras cosas, claro, porque lo estaba buscando.
Para él hubiera sido imposible adivinar que era yo el hombre que se subía a su coche, el hombre que tal vez pretende atracarlo tan pronto como salgan de la ciudad. Me miro en el cristal de la puerta justo cuando atravesamos el túnel por debajo de Guillén de Castro.
Imposible reconocerme con la luces de los escaparates, iluminados pese a que hace horas que las puertas de los comercios se han cerrado; el neón de los rótulos comerciales; las farolas; los coches que en las intersecciones de las calles esperan, con las luces y los motores encendidos, a que el semá­foro cambie sus colores y nosotros nos detengamos para dejarles cruzar; algún que otro destello ámbar de los camiones de las basuras o azul de los coches patrulla de la policía municipal… Imposible. Mi barba, a la que todavía no me acostumbro, también es blanca, pero hace muchos años que he perdido el pelo y la calva reluciente, junto a las gafas redondas, sin cristales de graduación, que para la ocasión me he colocado, me alejan mucho de la imagen de aquel soldado de Figueras que, en abrazo fraternal, lo estrechó al enterarse de que no sólo habían na­cido el mismo día (por eso habían coincidido en el reemplazo), sino que, además, eran de pueblos vecinos.
                Y ahí surgió Emilia. Allí, en Figueras, más de cuarenta años atrás, su nombre… Ahora, al otro lado de la ventanilla del coche, mientras el mercado de abastos se queda a nuestras espaldas y la zona de Juan Llorens bulle de gente joven que se dispone a vivir la noche, porque ellos no necesitan esperar el fin de semana, yo puedo volver a verla con sólo cerrar los ojos; rehacer en mi mente cada uno de los rasgos de la niña de la que me enamoré cuando todavía llevaba pantalones cortos, viéndola saltar a la comba o desfilar cantando el “dónde están las llaves”… Y los de la muchacha que acudió a vernos jurar bandera, bella y risueña. Envidié a Jesús, que entonces no era taxista, sino mecánico, e iniciamos una amistad que no había de ser para siempre.
                Jesús y Emilia, embarazada ella, se casa­ron tan pronto como nosotros acabamos la mili. La niña no llegó a nacer. A Emilia la encontraron muerta al pie de la escalera de la casa que acaba­ban de comprar y Jesús, que así perdía a su mujer y a la hija que aún no había nacido, amenazó con suicidarse. El caso conmovió a todo el pueblo… menos a mí, que la noche anterior había recibido una llamada de teléfono.
-No tengo a quién llamar. No sé a quién contárselo.
                El juego, el alcohol, las amenazas, el miedo.
-Empiezo a temblar cuando lo oigo subir la escalera. Finjo dormir, pero querría estar muerta.
                Quedamos para hablar a la mañana siguiente. Yo la acompañaría a consultar con un abogado. Pero ella no acudió a la cita. Lo denuncié a la policía, pero el inspector que llevaba el caso, agradeciéndome la buena voluntad, me aconsejó:
-No se meta en lo que no le concierne… sólo le serviría para complicarse la vida. Nunca ha habido ninguna denuncia, ninguna protesta de los vecinos. Ella se ha caído por la escalera. Ha sido un accidente lamentable. Los problemas que tuvieran entre ellos no tienen nada que ver.
-¿Y si él le ha empujado? ¿Y si la ha ti­rado?
-¿Quién lo ha visto? El forense ha cons­tatado que fue un accidente…
-Él no sabe.
-Él sabe más que usted y más que yo –me cortó el inspector–, es un profesional. Nadie va a cuestionar su trabajo porque alguien, que no tiene nada que ver en el caso, diga que ella dijo por teléfono lo que fuera.
                No me amedrenté y mantuve la denuncia. No llegó a celebrarse juicio. No se repitió la autopsia. Fuimos llamados a declarar y tanto el Juez como el Fiscal consideraron que no había ningún tipo de indicio que justificara actuar de otro modo. No hubo nada que hacer. La última vez que lo vi fue al salir del Juzgado. Pensé que me escupiría a la cara, pero ni siquiera se tomó la molestia de insultarme. Me miró con la sonrisa irónica de siempre y se fue en compañía de su abogada.
Al cabo de un año el negocio y la casa cambiaron de dueño. Dijeron que lo había perdido todo en el juego. Él se marchó a la ciudad y nunca más volvieron a cruzarse nuestros caminos. Pero no lo he olvidado. No ha pasado ni un solo día sin que vuelva a acordarme de él.
                El coche se detiene en medio de la oscuridad. O hemos pasado volando por encima de la Avenida del Cid y el Barrio de la Luz, o estaba tan ensimismado en mis recuerdos que no me he dado cuenta de nada. Hemos llegado. Es el sitio y me intriga que a él no le sorprenda que le haya hecho traerme hasta este lugar. Aunque hay algunos coches aparcados, las puertas de todas las naves están cerradas. Las farolas sólo alumbran las esquinas y en el fondo de la calle se ve el tráfico, relativamente intenso, que cruza Archiduque Carlos en ambos sentidos.
-Son 8,70 –me indica, apartándose un poco para que vea el taxímetro.
                Me llevo la mano a la cartera, dándome cuenta de que él, sin perder la sonrisa, no aparta los ojos de los míos. Tal vez está vigilando cada uno de mis movimientos. Tal vez aún no se fía y todavía piensa que lo voy a atracar. La radio sigue encen­dida. Estoy convencido de que, al otro lado, la locu­tora escucha lo que está sucediendo. Pienso si al­guno de los coches aparcados será un taxi desde el que, con las luces apagadas, nos vigila alguno de sus compañeros. Le tiendo un billete de 10 euros.
-Quédese el cambio –le digo
                Parece que no me ha oído. Deja el billete junto a otro dinero y tengo la impresión de que ha cogido las monedas para las vueltas, pero apaga la radio y, cuando se gira hacia mí, me encañona con una pistola.
-Te has portado muy bien –me dice, con una sonrisa dibujada ahora en los labios, pero que se le ha borrado de los ojos–. Si hubieras hecho la menor tontería, te hubiera volado la tapa de los sesos–. ¿Qué pensabas, estrangularme en medio de la oscuridad?
-Yo sé que tú la mataste. A mí no me vas convencer de lo contrario.
-Ya sé que tú sabes que la maté. ¿Y qué? Bájate del coche antes de que se me dispare esto… accidentalmente.
                Abro la puerta y me bajo muy despacio por el lado izquierdo, por detrás de él; aprovecho el giro del cuerpo y, cuando mi brazo derecho queda pegado al respaldo de su asiento, saco la pistola del bolsillo. No puede verla. De hecho, justo en ese momento, como ya estoy prácticamente fuera del taxi, gira la cabeza para seguir vigilándome desde el retrovisor. Dispongo de menos de un segundo para dispararle en la nuca. Es sólo una bala, pero es suficiente. Cae de bruces sobre el volante y yo cierro la puerta. Luego camino hacia el coche, que he dejado aparcado al mediodía frente al número 17 de la calle A.

Este relato es uno de los que componen "Algunos relatos casi policiacos", cuya segunda edición, con muchos relatos inéditos, está a la venta en edisenaeditorial@gmail.com


martes, 11 de diciembre de 2018

CRISTALES SUCIOS

I

            La ventana estaba sucia. Y no era sólo el vaho, sino también el polvo acumulado con el paso de los días y una mancha de aceite que le parecía recordar desde siempre.
            Estaban allí, frente a la ventana, desde hacía mucho rato, tal vez una hora. Ella, la madre, tenía en la vista una triste mirada clavada en la lejanía de la pared de enfrente: el sucio garaje de una empresa de transportes por carretera, la tapia mugrienta de humos de camión, pintada una y cien veces con las reivindicaciones de cada huelga, constantemente empapelada en las distintas elecciones. En cada uno de sus brazos la mujer soportaba un niño. El más pequeño de los dos lloraba; lo estaba haciendo a gritos casi desde el principio, desde que ella los había aupado para que no anduvieran enredando mientras miraba.
            Las otras ventanas también estaban polvorientas. Hacía mucho tiempo que nadie les pasaba un paño. Ella nunca había tenido ganas de hacerlo. Le hastiaba limpiar la casa siempre sucia, ordenar cosas que, en segundos, volverían a estar desordenadas. El hastío era algo más hondo, más duro y amargo que la simple apatía.
            Primero, antes de dejar de quitar el polvo y de ordenar los armarios, había olvidado el maquillaje, los vestidos bonitos, la ropa interior provocativa y, aún antes, casi al principio, había relegado al olvido sus sueños, las inconfesadas ilusiones, el deseo y el gusto de sentirse mujer...
Todo había ocurrido sin que ella misma se diera cuenta, ni al principio en el pueblo donde era igual para todo el mundo, ni después en la ciudad donde al llegar encontró gentes diferentes, modos de vivir distintos que, sin embargo a ella no le habían servido; así es que allí estaba, tras la sucia ventana, con sus dos últimos hijos en brazos, frutos todavía de aquellas largas y angustiosas noches en las que -como dijera el poeta del que ella nunca había oído hablar- “sintió el asco de su carne al notar la carne que la cubría, los labios que hozaban sobre los suyos, las manos que -autorizadas por la ley- recorrían su espalda y sus pechos, sin que pudiese rebelarse ...”
            Ahora que él había muerto, ya no tendría que sentir más aquella carne blanda y velluda sobre la suya, ni aquella boca repugnante desdentada, con sabor a vino agrio y coñac de garrafa, sobre sus labios... Mas la suciedad del cristal le devolvía el reflejo de un rostro que, de tan arrugado, ya no reconocía como suyo, una mirada vacía, el bulto fofo bajo el vestido de unos pechos caídos, las formas perdidas de un cuerpo ajado. Si estaba triste no era porque él hubiera desaparecido, sino por todo lo que -borrachera tras borrachera y noche tras noche- se había ido llevando, a cambio de aquellos hijos sucios, tristes y llorosos que también, salvo los que tenía en sus brazos, se habían marchado.
            Se sentía sola y vieja, se sabía marchita. Le quedaban dos hijos a los que nunca querría, no quería a los que se hallaban lejos, alguno de ellos ajando ya mujeres que se le entregaron llenas de ilusión, de sueños y deseos, como en círculos sin principio ni final en los que constantemente se repitieran las mismas miserias.
            La mujer cerró lentamente la contraventana y, como siempre, desde la calle la casa pareció vacía y deshabitada.
                       

-O-



            Eso había sido en los primeros días, cuando al entierro aún estaba reciente y en su mente seguía vivo el olor a cera, a iglesia, a la tierra mojada del cementerio. Luego la hierba creció sobre la fosa compartida por el hombre y tres desconocidos y la vida siguió igual durante muchos días, durante tantos que llegó incluso a olvidar el asco y los rencores que la empujaban a mirar por la ventana y dejó de ver la tapia y las pintadas. Con el tiempo recordaría aquéllos como días grises, monótonos, siempre nublados, aunque no lloviera, aunque a veces -seguramente- saliese el sol. Los niños crecían olvidados por los rincones, perdidos en la penumbra de habitaciones siempre sucias, junto a la mesa que nadie quita en la que se acumulaban los platos de la frugal comida junto a los tazones del desayuno, el pan duro del día anterior junto a los raspas de la cena.
            De tarde en tarde salía a la calle y vagaba por la ciudad hasta sentirse perdida. Le parecía enormemente grande acostumbrada como estaba a vivir en el pueblo; y le parecía llena de vida con tantos carteles luminosos, tanto pitido de coche, aquel constante rumor que se volvía vociferío en las manifestaciones de cada primavera, las largas colas en las puertas de los cines, en las paradas del autobús... Le era fácil perderse sobre el asfalto; a veces, entre la gente que le hacía girar dentro de los grandes almacenes, en la espera de un semáforo en rojo, en la plataforma del autobús que, entrada la noche, la devolvía a casa, recordaba el pueblo, los cantos de  los pájaros, el martilleo del herrero sobre el yunque, el rumor de la acequia, el tañido de las campanas, el olor de la madera recién aserrada al pasar frente a la carpintería, del pan recién cocido en la tahona... y se recordaba a sí misma con dieciocho años, el baile de San Isidro, las primeras escapadas con él para hacer el amor a escondidas en el campo, sobre los ababoles entre el trigo verde, cuando su boca aún no tenían el sabor del vino agrio y sus manos eran suaves sobre su pecho, firme todavía.

           
                       -O-


            Un día, del mismo modo que habían acaecido el resto de los hechos de su vida, sin que ella entendiera qué estaba pasando, sin que pusiera nada de su parte o de su voluntad, como si ciertamente todo lo que ha de ocurrirnos estuviera escrito en las estrellas, se dio cuenta de que había salido el sol, de que un rayo de luz se filtraba por su ventana y, cargado de minúsculas partículas de polvo, llegaba hasta la cama; por encima del rumor de los coches se oía trinar un pájaro. Se levantó, se lavó con agua fría y luego, sentada ante el espejo, con la ventana abierta de par en par, se estuvo peinando los cabello largo rato, pasándose una y otra vez el peine con lentitud, con un ritmo mecánico que le ayudaba a pensar, a tratar de reconocerse en la imagen que el cristal azogado le devolvía de sí. “Esa no soy yo”, pensó. Luego se echó a llorar.
            Cuando volvió a darse cuenta de que el sol entraba por la ventana, se lavó los ojos y salió a la calle para seguir andando sin rumbo. Los niños continuaban durmiendo. Cuando se despertaran, como tantas mañanas, el mayor prepararía la leche para el pequeño y luego se sentarían ante el televisor. Vagando llegó hasta aquella pequeña plaza por la que tantas otras veces había pasado sin detenerse pues, a pesar del surtidor del centro y los cuatro bancos que lo rodeaban, al pie de otros tantos castaños, los coches aparcados sobre las aceras la hacían intransitable.
Pero aquella mañana estaba él allí, sentado en el único asiento al que llegaban directamente los rayos de luz con su calor. Lo reconoció enseguida, pese a que el paso de los años y del tiempo también le habían dejado sus huellas. Titubeó antes de acercarse... En un cristal, tan sucio como el suyo, volvió a mirarse. “Estoy vieja”, pensó; pero se alisó el pelo con las palmas de la mano y se le acercó.
            Por empezar de alguna manera, le preguntó por el pueblo.
            - ¿ No eres de allí ?.
            - Sí -contestó él, sin reconocerla.
            - ¿ No te acuerdas de mi ?.
            - Perdona... pero en estos momentos.
            - Soy...

            ¡ Claro que la recordaba ! ¿Cómo podía no haberla reconocido? Los ojos se les nublaron y ambos se vieron borrosos. Con la vista empañada les era más fácil verse como antes, como cuando sólo tenían quince años.

            - ¿Recuerdas aquel día que...?
            - Sí.

            Y se sentó a su lado, con la cabeza gacha y los ojos fijos en el suelo... Como aquella vez, cuando ella miraba a tierra con las mejillas encendidas y él la cogió por los hombros para echarla hacia atrás y besarla con el que fuera para los dos, primer beso de amor.
            Él se marchó poco después del pueblo. Había vuelto una sola vez.



II 


            Sólo una vez había vuelto al pueblo. Había sido justamente en esos días en los que tenía que dejar de creer en los milagros, ser arrastrado por la fuerza de lo establecido y quedar sólo, para siempre, como una pieza más del engranaje que mueve al mundo. Fue durante una de sus primeras vacaciones en la oficina de la fábrica. Acababa de comparar su primer coche pero, al regresar después de tantos años, no quiso entrar con él en el pueblo, sino que lo dejó en la gasolinera y anduvo por el camino del río, bordeando las casas para entrar por detrás del cementerio. Mayo, que estaba próximo, se anunciaba con rojas amapolas y silvestres margaritas; durante la noche había llovido varias veces y el campo olía a mojado; él se quedó un rato contemplando el agua turbia del río a su paso por entre las ruinas del antiguo puente de piedra; entonces rompió a llover y Enrique se refugió en una chopera cercana. Era una lluvia fina que se quedaba quieta en las hojas verdes y grises de los álamos pero que se oía caer sobre los árboles y el río. Cuando escampó continuó el camino hacia el pueblo, dejando a sus espaldas el arco iris y llevando consigo la sensación de haberse encontrado con la libertad. El cementerio quedó a un lado. Al llegar a las eras una jauría de perros vagabundos le salió al paso con ladridos; uno de ellos, el más pequeño y flaco, lo hizo tan desaforadamente que casi quedó roncó.... y aún lo siguió hasta la entrada del pueblo, cuando los demás ya se habían quedado callados; él, sin embargo, le silbó cariñosamente y el chucho se quedó desconcertado: nadie le había hecho caso nunca antes.

            Al llegar a las primeras casas, una mujer se asomó a la ventana para verlo pasar y un viejo que, cayada en mano, se había sentado en el poyo de su puerta, se le quedó mirando fijamente mientras él se encaminaba hacia el centro del pueblo, a medias guiado por el recuerdo de aquellas calles, a medias por el tañido de una campana que tocaba a muerto. En los ojos de la mujer y del viejo quedó el reflejo de una inquietud vaga y lejana, del desasosiego que sembraba en sus almas la presencia de un forastero, de un extraño al que no recordaban haber visto nunca antes y del que nada sabían, de alguien que venía a quebrantar de alguna manera su entorno cotidiano, la rutina de cada día, el orden de un pueblo cuya estampa manchega sólo era ensombrecida por alguna nube que, persistente, oscurecía el blanco de las enjalbegadas paredes y hacía más desapacible el frío de la primavera.
            A medida que se acercaba a la iglesia las calles se hacían más anchas y en sus blancas fachadas aparecían grandes portalones, trabajadas rejas, escalones que, ante las puertas de las casas, daban majestuosidad a sus antiguos moradores. Un camión pasó anunciando la venta de ropas, pregonando la gran liquidación de productos directamente venidos de fábrica, con tan poco entusiasmo que sonaba a rosario rezado por megáfono. Dos viejas se acercaron, pero no compraron nada porque no tenían dinero.
            Una vez en la plaza entró en el bar. Una mujer, que debía de haber sido hermosa, le preparó un café mientras dos niños -sus hijos- terminaban de beberse la leche en el mostrador y lo contemplaban. También él los miraba... Cuando el mayor salió corriendo, porque decía que ya era la hora, la madre le gritó que esperara a su hermano, pero el niño no le hizo caso; el pequeño siguió resistiéndose a  tomar el desayuno hasta que la mujer lo dejó marchar.

            - ¡ Enséñate a hacer números y a leer !    -le chilló, cuando el niño ya desaparecía en la luz de la calle.
            Después, el bar se quedó en silencio. Él, arrastrado por las palabras que acababa de oír, evocó momentos en los que había escuchado otras parecidas, también ante un tazón con sopas de leche... pues también él había ido a la misma escuela que esos niños, tal vez se había sentado ante el mismo pupitre de madera gastada por el paso del tiempo y escuchando la misma voz cascada de un maestro que le llamaba la atención, porque andaba siempre con los ojos en el cristal de la ventana, soñando qué mundos podría haber más allá de donde le alcanzaba la vista... Y recordó entonces aquellos otros ojos verdes que lo miraban siempre en silencio, desde una carita blanca y delgada: ojos que durante años volvió a encontrar en los sueños, siempre silenciosamente fijos en él, siempre tan tristes como cuando eran los de una niña que no sabía sonreír. Todos decían que se iba a morir, y sólo él soñaba con salvarla para llevarla a ver esos mundos de más allá del horizonte.
            Las campanas de la torre comenzaron a dar el tercer toque y la mujer del bar se disculpó porque tenía que marcharse.

            - Me voy al muerto, pero vuelvo enseguida.
           - También yo tengo prisa -mintió él, mientras se apresuraba a pagarle.
            - Puede quedarse aquí, si quiere -insistió ella.
            - Gracias, pero voy a salir.
            - ¿Está buscando a alguien?
            - No, he parado sólo para dar una vuelta.

            Habían salido juntos hasta la acera. La mujer puso un candado entre las dos hojas de la puerta y él, que la vio marcharse desde el umbral, volvió a pensar que debía de haber sido muy hermosa.
            No se había atrevido a preguntarle si aquella niña ya había muerto, porque temía que así hubiera sido y que, sabiéndolo, ya ni siquiera en los sueños pudiera volver a ver sus ojos.
            De nuevo anduvo lentamente, disfrutando no sólo del ir sin prisa, sino también del hacerlo sin rumbo, sumido en sus propios pensamientos y parándose a contemplar cualquier pequeño detalle, como una rueda de carro apoyada sobre una tapia, unas prendas de ropa tendidas al sol, el llamador de bronce de una puerta, el color de una pared... A lo lejos, como una aparición venida del pasado, vio desfilar el entierro: un breve cortejo de hombres con la boina en la mano y mujeres con velo negro, tras la caja de madera y una cruz de hierro en las manos de un niño que, vestido de monaguillo, arrastraba una pierna al andar.
            ... Y fue cuando ya regresaba al coche, cuando ya de vuelta pasaba ante una de las últimas casas, junto a las eras, que ella salió con una zafa en la manos y se quedó parada al verlo. Un perro, que desde la puerta había empezado a ladrarle, se quedó callado mientras ella se acercaba sólo unos pasos y, en silencio, lo miraba con esos mismos tristes ojos verdes del pasado y de los sueños. Una voz agria de hombre la llamó desde dentro y ella se volvió sin decir nada, tiró el agua en el suelo y entró en la casa con la zafa vacía. El perro lo siguió mansamente un buen trecho. Luego empezó a llover de nuevo.


  
III


            - Ha pasado mucho tiempo.
            - Mucho.
            - Ya vi que te casaste con aquel.
            - Sí... ¿ Y tú ?
            - Yo me quedé soltero, ya ves.
            - ¡Vaya!
            - Bueno, quizás ha sido mejor así... ¿Qué tal te va a ti?
            - Ha muerto hace unos meses.
            - Lo siento.
            - ¡Bah, no creas que mereció la pena!

            Luego se quedaron en silencio. Ella pensaba que al principio lo había recordado mucho, que había esperado con locura el momento del encuentro. Pero, pasados tantos años, no sabía qué decir.

            - Te sentirás muy sólo -rompió por fin.
            - No creas. A todo se acostumbra uno.
            - Ya, pero...
            - ¿Tú tienes familia?.
            - Varios hijos... pero sólo viven en casa los dos más pequeños.
            - Yo me hospedo ahí, en una pensión -y señaló un destartalado edificio, con las paredes desconchadas.
            - ¿Y trabajas?
            - No, ya no... Los últimos años estuve en una fábrica pero me han dado la jubilación anticipada. Ya sabes eso de la reducción de plantillas.
            - Está mal la cosa.
            - Bueno, según para quién. De todos modos yo no me quejo... Nunca me gustó trabajar y ahora me pagan por tomar el sol, por leer.
            Y le enseñó un libro doblado sobre su lomo.
            - Quién lo hubiera dicho, ¿eh?
            Y ella sonrió. Era la primera vez que, en mucho tiempo, una sonrisa nacía espontáneamente en sus labios.
            - Sí, el mundo da muchas vueltas.
            Luego se pusieron a evocar a aquel lejano pasado en común como si aquellos primeros  años de adolescentes hubieran sido lo único importante.
            - Me tengo que marchar -dijo ella por fin, levantándose de banco-. Hará rato que los niños se han despertado.
            - ¡Vaya! -volvió a exclamar él, de nuevo con la cabeza gacha y la mirada fija en los pies.
            - ¡Me hubiera gustado decirte tantas cosas!
            - Ya...
            Se estrecharon las manos y ella, antes de soltarse, añadió:
            - De todos modos, podemos vernos algún otro día.
            - Sí, claro, además, me gustaría ver a tus hijos.
            - Bueno, pero primero tendré que lavarlos.
            El rió.
            - Vengo aquí todas las mañanas que hace bueno.
            - Pues vendré a verte.
            Ella le dio la espalda y echó a andar.
            - ¡Adiós, Victoria!
            Se volvió.
            - ¡Adiós, Enrique!


IV


            Enrique aún trató de leer un rato antes de volver a la pensión. No lo consiguió porque estaba demasiado exaltado para concentrarse en la lectura, en las aventuras galantes de aquel viejo con inocentes novicias, con incestuosas princesas mexicanas, con antiguas amigas moribundas. Pero tampoco le apetecía volver a subir los gastados escalones que llevaban de la calle a la puerta de su residencia, de adentrarse en el pasillo oscuro decorado con papel que imitaba el terciopelo granate y que conservaba un olor perenne a coliflor hervida, aunque fuesen alubias las que se estaban guisando en la olla a prensión de la cocina. El suyo era un cuarto angosto de techo alto al que entraba la luz desde un ventanuco tan elevado que no podía abrirse; la única ventilación posible era a través del pasillo, así es que la alcoba tenía el mismo olor a comida  impregnando en los muebles: la mesita de noche, el armario de luna, una mesa camilla con un flexo y un brasero, una silla y la cama con el somier hundido en el centro.
            Pese a todo ello, aquella noche, cuando se acostó volvió a sentirse presa de una agitación que ya creía olvidada para siempre. Había habido un tiempo en su vida en el que fueron muchas las mañanas en las que, cuando  despertó, se dijo a sí mismo que tal vez se encontraba ante un día importante y que, cuando la noche llegara, habría ocurrido algo que ya nunca olvidaría; sin embargo, fueron pocas las veces que se acostó sin sueño, con un presuroso latir en el corazón, con la certeza de que la primavera es una promesa que siempre se cumple. Fue un tiempo en el que todavía creía posible los milagros, aunque ya había dejado de ser un niño de uniforme azul y cartera colgada en la espalda camino de un colegio de monjas, y la rutina de una vida ordenada le iba apagando las inquietudes del espíritu, que lentamente se hacía tan gris como sus primeros trajes.
Había entonces despertares en los que, habiendo recobrado en sueños nítidos recuerdos de cualquier mañana de mercado: bulliciosos vendedores ambulantes de ropas y cacharros, de loza y libros usados, de cintas para el pelo y medicinales hierbas; renacían en él anhelos de vagabundo, afanes errantes escondidos en su corazón desde un día de otoño llegaran a su pueblo los húngaros, con un oso atado bajo el carro y una gitana con bañador sobre los pantalones de pana a la que nunca pudo olvidar. Lo que más temía entonces era acabar integrándose en el sistema en que había empezado a absolverlo: hacer carrera en la empresa, acabar dirigiendo uno de los departamentos, con esposa oficial y una amiga distinta cada dos o tres años, escuchando a Vivaldi en un equipo comprado en grandes almacenes, leyendo el último libro de moda con un vaso de wisqui con soda en la mano y resignándose al pensar que así es la vida, que la aventura es un viaje programado por el Nilo abonado con tarjeta de crédito en la agencia, o una escapada a París en Talgo, para hacer el amor pagándole a una putita adolescente. Nunca se le ocurrió pensar que pudiese haber algo más triste, que el futuro tuviera en la puerta un cartel rezando: “viajeros estables y de paso”, que lo extraordinario fuese llegarse alguna mañana de domingo hasta el rastro para comprar un libro, no precisamente de moda, o una revista cuyas fotos le hicieran de pareja, que el ligue no fuese una niña, sino una mujer mayor que él, a quien se le pagaba no por hacer el amor sino por charlar un rato.
            Mas aquella noche había de ser todo distinto. El encuentro con Victoria le hizo recobrar recuerdos muy lejanos y, dando vueltas en la cama, pese a los chirridos del somier de muelles, llegó hasta su misma infancia, hasta aquel día, perdido en el tiempo, en que un mago llegara al colegio y, ante sus propios ojos, no sólo convirtiera el agua en vino o cambiara de colores de un plumero, sino que incluso consiguió escribir su propio nombre, Enrique, en una pizarra, sin tocarla con las manos y pese a que él mismo la sujetaba
fuertemente contra el pecho en el que el corazón le palpitaba inquieto, tan inquieto como en esa noche de insomnio.
                       
                       -O-


            Anduvo rápida, sin detenerse ante ningún cristal, sin ensimismarse en la espera ante los rojos semáforos. El corazón le latía con un ritmo distinto, no nuevo, pero sí olvidado.
            Cuando llegó a la casa abrió todas las ventanas de par en par. “¡Qué sucias están!”, pensó. Cogió un cubo de agua, detergente y una bayeta; empezó a limpiar y el cristal enjabonado le devolvió la imagen de una mujer que tarareaba una canción.

viernes, 20 de julio de 2018

LA CAJITA DE FÓSFOROS

Es curioso como en las tardes de primavera en las que, como en ésta, sopla una brisa suave con los aromas del trigo verde y la flor del almendro, el recuerdo que más nítido me llega desde los tiempos de la lejana niñez, no es el de mi madre ni el de mis abuelos, ni tan siquiera el de mi tío Daniel, que me enseñaba trucos de magia, me entrenaba para ser portero y dejaba que me encasquetara su gorro caqui de soldado cuando, siéndolo, venía de permiso… Más que a ninguno de los seres vivos o que al resto de los rincones de la casa, recuerdo la alcoba que había junto al pajar, la que primero fuera el dormitorio de Carolina y después, sólo por unos días, el tuyo.
Aunque lo habrás olvidado (si es que alguna vez lo supiste), Carolina fue la “muchacha” que ayudaba a mi abuela en las tareas de la casa y que, a la vez, nos cuidaba a mis hermanos y a mí. Pasados los años y, para ser sincero, reconozco que ni siquiera yo podría describirte los rasgos de su rostro, de tan borrados como están en mi memoria… Y, sin embargo, la recuerdo porque aún veo, cerrando los ojos, su vestidillo de todos los días: un babi blanco con diminutas y multicolores florecillas estampadas; rememoro con un escalofrío el tacto cálido de su mano, con la que me cogía para subir las escaleras de la cámara donde estaba ese cuarto suyo, junto al pajar y los trojes, bajo los “cabirones” de los que pendían las uvas y los melones… Y recuerdo, sobre todo, la risa alegre que, como torrente, me llegaba a través del tabique de madera, cuando en el cuarto se encerraba con mi tío Daniel.
La habitación tenía el suelo de yeso, enjalbegado como las paredes de tablas. Los palos del techo caían hasta casi tocar el suelo por el lado de la ventana: un ventanuco sin cristales desde el que se veían las últimas calles del pueblo, todavía sin asfaltar, y la carretera empedrada perdiéndose en el horizonte. Cuando, antes de conocerte, Carolina me subía con ella a su habitación, a mí me gustaba ponerme de rodillas junto a aquella minúscula ventana y ver, como en una película, todo lo que pasaba ante mis ojos. Ella, mientras tanto, me hablaba de cosas que yo no entendía y a las que no prestaba demasiada atención porque lo importante, en aquellos momentos, era sentirme allí, envuelto en los aromas de las frutas que pendían del techo, que emanaban de sus negros y rizados cabellos o que llegaban hasta mí, a través de aquel hueco sin cristales, desde los campos cercanos.
Carolina se marchó un verano, después de las fiestas. Aquel año, junto a las barcas para mecerse y los titiriteros sin carpa, había venido al pueblo un buhonero que tenía seis dedos en cada mano y que se hospedó en la posada de nuestra calle; mucha gente iba a verlo porque decían que curaba los males de espalda con sólo pasar sus manos y Carolina nos llevaba, a mis hermanos y a mí, a mirar cómo lo hacía. Quizá por eso, cuando supe que nunca más volvería, se me dio por pensar que se había marchado con aquel hombre y la imaginaba cogida de su mano con seis dedos, sentada en una silla de anea a la puerta de cualquier posada y curando a toda clase de tullidos.
Durante mucho tiempo, hasta que tú viniste, la alcoba permaneció vacía. Aunque cada mueble continuaba en su sitio y la cama seguía montada, el colchón de borra había sido enrollado y atado con una soga de esparto, en la zafa del palanganero se iba depositando una capa de polvo cada vez más tupida y las telarañas anunciaban la fortuna por cada rincón.
Un día, sin embargo, la puerta volvió a abrirse de par en par, el colchón se bajó al patio para que lo sacudieran, el polvo y las telarañas se quitaron a conciencia, el suelo y las paredes se enjalbegaron de nuevo y junto a la zafa, “limpia como los chorros del oro”, se pusieron un jarro con agua y una toalla de hilo… La alcoba sería usada de nuevo: Ibas a venir y aquél sería tu dormitorio. Eras la novia de mi tío Daniel. Os habíais hecho novios en la ciudad, durante su mili, e ibas a pasar con nosotros las vacaciones.
Llegaste con retraso, a las cuatro de la tarde, en el tren de las tres. Mi tío quiso esperarte solo y no permitió que nadie le acompañara a la estación, pero yo lo seguí, ansioso como estaba después de tantos preparativos. Desde el parque os vi aparecer cogidos de la mano; con una maleta él y una bolsa de viaje tú. Entonces os salí al encuentro. “Éste es Manuel –me presentó--, mi sobrino”.
Eras una mujer grande, mucho más alta que Daniel. Reías de una forma abierta y franca que se contagiaba fácilmente. Mirabas directamente a los ojos, con una mirada limpia que turbaba, y sonreías con ternura ante la turbación que provocabas.
Durante los días que permaneciste en nuestra casa anduve lo más cerca de ti que me fue posible: Me gustaba verte y escucharte; me encantaba que te fijaras en mí, que me hicieras preguntas, que me alborotaras el pelo con tus grandes manos. Pensaba en ti constantemente y al acostarme me costaba dormir. Cuando comprendí que por primera vez me había enamorado, anhelé ser grande para poder abarcarte con mis brazos, protegerte, mimarte y cuidarte como a una niña… Pero sólo la última noche de tu estancia me atreví a subir hasta tu cuarto. La puerta estaba entreabierta y me quedé mirando desde
la penumbra aquella habitación que ya me pareciera mágica cuando, tan sólo un par de años antes, la ocupaba Carolina.
Me viste y me invitaste a pasar. Lo hice tímidamente y, como si aún fuera el niño de antes, me arrodillé ante el ventanuco, tratando de vislumbrar las últimas calles, todavía sin asfaltar o la carretera que más que en el horizonte se perdía en la oscuridad. Tú, sin embargo, me tomaste de la mano y me hiciste sentar a tu lado; luego sacaste la maleta de debajo de la cama y, entre tus ropas, buscaste un paquete de tabaco. Me ofreciste un pitillo que yo rechacé avergonzado. “Guárdalo para cuando seas mayor”, me dijiste, encendiendo uno para ti, antes de darme también la caja de cerillas.
No recuerdo nada de lo que me dijiste aquella noche, ni de cuándo o cómo volví a mi cuarto, ni de qué ocurrió con el cigarrillo… Sin embargo, tantos años después, como el recuerdo del aroma de los melones y las uvas que pendían del techo, del trigo verde y la flor del almendro, todavía conservo como un tesoro aquella cajita de fósforos, en la que con mano infantil dibujé un corazón y con mi letra de niño escribí tu nombre.


Primer premio en la edición de 2018 del Certamen de Relatos "Cuando yo era niño", de Leioa.


miércoles, 21 de febrero de 2018

LO QUE ÁFRICA SE PARECE A ÁFRICA

Apenas hace unas semanas que he regresado de África, concretamente de Ghana, uno de esos países que, situado junto al golfo de Guinea, forman parte de lo que se conoce como el “África negra”…  Se le llamó así no por el color de la piel de sus habitantes, sino porque, inexplorada durante tanto tiempo, en los mapas se pintaban de negro todas esas extensiones de su interior en la que aún no se habían dibujado fronteras y en las que no se conocían países, ríos, selvas, pueblos que hoy podemos ver en los mapas pero que, seguramente, seguimos desconociendo.
Niña en el colegio de Nkontrodo con el mapa de África a sus espaldas


Poblado de Guabuliga
Lo primero que me sorprendió fue lo mucho que África se parece a África. Y no es un juego de palabras. Era la tercera vez que volaba a ese continente. La primera fue a Melilla, sin salir de España… La segunda a Túnez, que no deja de ser un país mediterráneo, como el nuestro, y del que me vine con la impresión de que los guías me habían mostrado una especie de parque temático en el que a los turistas se nos enseñaban palmeras a las que un hombre se subía a coger dátiles, en plan artista de circo; parajes desérticos en los que se rodó alguna película conocida, bazares en los que los precios estaban inflados para que pudiéramos darnos el gusto de regatear hasta que nos dejaran una chilaba por la mitad de su precio inicial, aldeanos que (con muy poco entusiasmo), nos ofrecerían dos o tres camellos a cambio de nuestra mujer, para que luego pudiéramos contárselo a los amigos; y la casa de una tía del guía a la que sólo nos llevaría a nosotros (era algo que nunca hacía), para que viéramos una familia beduina y tomáramos un té con ellos (luego nos pedirían una ayuda para los libros escolares del niño o para la medicina que había que llevarle al abuelo desde Europa o Estados Unidos).  Nada que ver con esa vida real de los tunecinos que cada día se iban a trabajar a sus talleres, oficinas, campos, tiendas o barcos de pesca, a estudiar al colegio o la universidad, al cine o a comprar en los centros comerciales… Y no estoy contando nada que no pase en España cuando a los turistas se los lleva a pasear por el Sacromonte en Granada, a que se hagan una foto junto a un burro cargado de botijos en Mojácar o se les haga cruzarse, “casualmente”,  con una tuna que recorre las calles de Madrid tocando sus laudes y bandurrias, y en la que los tunos son unos tunos que ya pasan todos de los cincuenta años.

La ciudad de Elmina
            
Así es que, como mi viaje a Ghana no tenía nada de turístico y sólo iba a ver gente trabajando en dispensarios médicos, hospitales, centros de formación y colegios, llegué allí convencido de que, salvando algunas diferencias culturales y económicas, me encontraría con un país más o menos parecido al nuestro o, en todo caso, a otros países situados en su misma latitud, como pueden ser Colombia o Venezuela. Y esa fue mi gran sorpresa: descubrir que África sigue siendo África y que, pese a la globalización y a la uniformidad que nos imponen las  multinacionales, todavía es posible encontrar el paisaje y el ambiente que nos han hecho llegar con las películas de Tarzán, que son las primeras que me vienen a la cabeza, quizá porque una noche, en Asikuma, me despertó el tantán de los tambores, que parecían llegar de la selva cercana o, días antes, no muy lejos de Walewale, entré a pie en el poblado de  Guabuliga, donde la gente vive en chozas de tierra con tejados de paja y utiliza los mismos recipientes y herramientas que aparecen en los libros de texto, cuando se estudia la prehistoria).

Consulta bajo el baobab
Tengo que confesar que sabía muy poco de Ghana cuando me comunicaron que ése era el país al que tendría que viajar, como castigo por haber ganado un premio de relatos. Sabía más o menos por dónde buscarlo en el mapa, que tiene costa y que antaño se había llamado Costa de Oro, que produce cacao, que su selección de fútbol siempre es de las que suenan y sorprenden en los mundiales, que hacen ataúdes divertidos para poder enterrar a cada uno con aquello que le gustó o le hubiera gustado tener…  Pero no recordaba el nombre de su capital, Acra, aunque alguna vez lo habría estudiado en la escuela, ni conocía el de ninguna otra ciudad. Cuántos habitantes. Qué idioma hablan. Quién lo gobierna. Cuál es su historia. Cuál su moneda…  Me di cuenta de lo poco que sabemos de algunos países, qué poco parecen importarnos… Para mí Ghana era sólo parte de esa mancha oscura, de esa parte pintada de negro en el mapa, sin fronteras precisas, sin ciudades, sin ríos ni lagos (y eso que en su territorio se encuentra el Volga)… Un país del que incluso en Internet resulta difícil encontrar  mucha información.


Sala de espera del dispensario de Walewale
Ya antes de viajar allí me informé de los proyectos que iba a visitar y supe que, para verlos todos,  recorrería el país de norte a sur, viajando primero a Walewale, en plena sabana africana y llegando al final hasta Elmina, ciudad bañada por el Atlántico, al que se asoman bellas playas tropicales de arenas blancas y esbeltas palmeras desde la que , hace apenas un par de siglos aún embarcaban, para llevarlos a América como esclavos, a los negros que eran capturados  o comprados no sólo en aquella Costa del Oro, sino en todo el centro de África. Aún se conserva y se visitan dos castillos cercanos, el de Elmina y el de Cape Coast,  en los que se hacinaban en las peores condiciones que se puedan imaginar y donde, padeciendo todo tipo de vejaciones, esperaban el barco en el que, si no habían muerto en los calabozos del castillo o en la bodega del barco, llegarían a tierras americanas para no regresar jamás.

Sala de maternidad. Hospital de Asikuma
Pero el primero de los lugares que visité se llama Guabuliga. Un poblado de chozas de tierra y techos de paja en el que, con herramientas primitivas, cultivan los campos y en el que, como en una extensión del dispensario de Walewale, se atiende la salud de la población que carece de medios para desplazarse hasta el pueblo. Así, mi primer contacto con el trabajo que se hace en plena sabana africana fue de verdad impactante: A la sombra de un árbol enorme, que bien hubiera podido ser un baobab, porque abundan en la zona, se reunían un puñado de madres con sus bebes que, en una báscula colgada de una de las ramas, eran pesados y medidos. Se trataba de hacer un seguimiento de su nutrición, a la que se contribuye no sólo facilitándoles alimentos, sino también formación porque como supe después, el problema de la nutrición de estos pequeños no es tanto por falta de comida (puede que incluso no pasen hambre), como por la pobreza de la misma pese a que, sabiendo utilizarlos, en la zona habría recursos suficientes para alimentarlos adecuadamente.

Junto al árbol, en una construcción relativamente reciente, se pasaba consulta y se facilitaba medicación para una población numerosa, mayoritariamente mujeres y niños, que esperaban pacientemente a ser atendidos por un personal que cuenta con más voluntad que medios. El pequeño dispensario dispone también de un par de camas en las que atender a los más enfermos, como una mujer afectada de malaria, que se encontraba “hospitalizada” cuando yo los visité.

El dispensario de Walewale es más grande, mejor construido y con muchos más recursos que su extensión en Guabuliga: Zona de espera más acondicionada, consultas separadas de la gente que aguarda, un pequeño laboratorio, dependencias administrativas, farmacia organizada y más camas para poder atender a quienes necesitasen ser hospitalizados unas horas.
Tuve la suerte de conocer allí a una muchacha de Burgos, que lleva veinte años, aprovechando sus vacaciones en el hospital en el que trabaja y en la universidad en la que da clases, para irse allí como voluntaria; me acompañó y me hizo de guía por el bullicioso mercadillo del pueblo; aunque Ghana en sí misma es una nación con tal cantidad de vendedores ambulantes,  que todo el país parece un mercadillo
Castillo de Elmina
Donde sí pude ver el funcionamiento de un verdadero hospital es en Asikuma. En realidad se trata de todo un complejo hospitalario que da servicio a una población de más de doscientas mil personas. Se trata de varios edificios en el que se atienden urgencias y consultas por especialidades: cardiología, otorrinolaringología (igual de difícil de decir en español que en inglés), oftalmología… Quirófanos, laboratorios, almacén de farmacia… Una sección de radiología. Salas de hospitalización para hombres y mujeres,  otra para la maternidad, alguna habitación individual para enfermos infecciosos, servicios de comedor, dependencias administrativas, talleres, lavandería… y hasta unas casitas en las que podían pernoctar los familiares de los enfermos que, habiendo venido de muy lejos no pudieran regresar en el día a su domicilio. Enumero todos estos detalles para que se vea la importancia del hospital, pese a lo precarios que puedan parecer su construcción, su equipamiento y los servicios que ofrecen al paciente,  si los comparamos con los nuestros. Puedo ilustrar lo que digo con un ejemplo: En una de las salas de maternidad, en la que estaban hospitalizadas las mujeres que habían sido intervenidas con cesárea, vi que entre las dos filas de camas, habían puesto unos colchones en el suelo, que también estaban ocupados por madres con bebes. Cómo no pude evitar lamentarme (lamentar que no criticar), la situación en la que estaban, me explicaron que esas mujeres se sentían muy afortunadas de estar en esas condiciones porque, si estuvieran en su casa, no sólo también estarían en un colchón en el suelo, sino que posiblemente compartido con el marido y algún otro hijo, en un habitáculo menos espacioso, menos luminoso y mucho más agobiante… Sólo entonces me di cuenta de la intimidad que puede proporcionar el estrecho pasillo que separa una cama de otra cama, si ésa es sólo para ti y para tu hijo. Cuando más tarde llegamos al cuarto (éste sí que individual), de la muchacha enferma de tuberculosis, la encontramos acostada en el suelo, sobre unos cartones… Le pregunté por qué estaba allí, si tenía una cama, y me dijo que porque estaba más cómoda en el suelo, que es a lo que estaba acostumbrada.
No se puede generalizar en base a un solo dato y menos si no se es especialista en nada… pero me pregunto si aparte de ser ésta una anécdota para contar no debería hacernos pensar hasta qué punto es mejor exportar  nuestros modelos que ayudar a la evolución y el desarrollo de los países a los que pretendamos ayudar.
Niños del colegio de Nkontrodo
De Asikuma viajé por carretera hasta Elmina. Las carreteras de Ghana son bastante buenas en general, por lo que yo he podido ver (siempre es arriesgado opinar de esta manera cuando se ha estado tan poco tiempo y apenas se ha conocido parte del país, aunque se haya recorrido de punta a punta). Muchas veces transcurren por medio de la selva… pero, no nos engañemos, no es lo mismo atravesarla en coche por una carretera asfaltada y con arcenes que por una senda en la que haya que ir abriéndose paso, machete en mano. Uno ve paisajes que lo llaman a la aventura y atraviesa poblados en los que le gustaría pararse a conocer… y apenas si le da tiempo a hacer una foto a través de la ventanilla, una foto que, en el mejor de los casos (si no sale movida), será sólo una imagen quieta en la que apenas se vislumbre la vida que bullía al pasar, y no puedan ni imaginarse los  sonidos y los olores que nos llegaban desde el otro lado del cristal.
Elmina es una ciudad junto al mar, de alguna manera algo turística (es el único lugar en el que vi hombres blancos, fuera de la capital), por sus playas buenas para el surf y porque a los occidentales nos gusta ir a visitar esos castillos que ya he mencionado, en los que a los esclavos, todavía sin amo, se les encerraba en sótanos inmundos, a las mujeres se las violaba y a los enfermos se les arrojaba al mar, porque ya eran mercancía estropeada… Nos gusta escandalizarnos y compadecernos, sabiendo que no fuimos  nosotros, que fueron los holandeses, o los ingleses o, en el peor de los casos, nuestros antepasados; pero nunca nosotros. La historia del siglo XXI aún no está escrita y, sin embargo, allí mismo, en la ciudad de Elmina también pude conocer un centro vocacional, que no era un centro religioso, como a mí me hacía pensar ese adjetivo, sino una especie de centro de formación profesional en el que a las niñas se les enseña un oficio (modista o cocinera), para que tengan la posibilidad de escapar de la prostitución. En Ghana se puede conseguir una muchacha a cambio de una “cocacola”. No sé si es demasiado duro como para decirlo así de claro… pero es que parece que viene a cuento con lo que estábamos diciendo de los esclavos. Y viene a cuento con lo que les estaba contando de los dispensarios, los centros nutricionales, el hospital… Porque luchar contra la prostitución también es luchar por la sanidad, por la salud de esas mujeres, de esas chiquillas que miraban a mi cámara con ojos de niña.


Y, para poner punto final a este relato, hablemos de algo que siempre resulta más agradable, como son los niños: El último de los proyectos que visité fue, precisamente, el colegio de Nkontrodo, que da educación y alimentación sana a unos quinientos niños de los poblados cercanos. Como estuve allí los primeros días de este curso, compartí su comida, visité sus aulas y los vi preparar las felicitaciones de Navidad que ahora estarán llegando a las casas de sus padrinos españoles, mientras yo escribo y mis recuerdos me llevan de nuevo a África, ese continente negro que tanto se parece a África.


Premio "Cuaderno de Viaje" del 
III Certamen Literario de Montserrat (2018)